sábado, 3 de diciembre de 2011

dieciocho

La guerra, ¿sabe? es la guerra. Nada comienza sin estallar, y el comienzo, si es visible, no es en verdad el comienzo, los gérmenes son invisibles. Siempre, en la mayor destrucción, hay un  latido, subterráneo, el futuro es un latido, un germen invisible en el presente, pero que lo conforma también. El problema es el futuro, Qué verdad de perogrullo, ¿no?
Sonrió y sus ojos me parecieron húmedos, luminosos.  Me dió la espalda y volvió a encender la hornalla, colocó la pava sin renovar el agua y volvió a mirarme, de pie.
Bien, pero, hacia allí nos dirigimos, -o nos dirigen-, ciegos.
Por primera vez en muchos días sentí en mi voz más desesperación que cansancio. Necesitaba interpelarla. Pensó un momento, con los ojos fijos en un punto indefinido
Ciegos estamos cuando miramos el pasado, querida. La veo hurgar en la evidencia y pensar que es allí donde radica la oscuridad. No es así. Esto que se presenta ante nosotros, ya está muerto, no hay verdad que se pueda encontrar en un cementerio, no hay razones para conformarnos, para paliar la angustia. La angustia es otra, lo va a saber mañana.
Y mañana ya no tendrá sentido, no será un saber "utilizable" ¿es así?
Asintió con un parpadeo, mientras las volutas del vapor borroneaban sus rasgos, acercó mi taza, otra vez llena.

sábado, 12 de diciembre de 2009

diecisiete

Sweet sea, o suitsi, como lo llaman los habitantes que aquí nacieron, mezcla de gauchos e ingleses adaptados, sólo por estar cerca del mar, rodeados. Suitsi, una isla que bordean el atlántico y la pampa desolada, otra forma de mar.
Eleonora, -dijo-. Elinor, en vida de mis padres, ¿y usted?
Emilia, ahora y siempre. Sonreí. De modo que en sus orígenes, ya estaba el té.
Sí, aunque el té, en sus orígenes, no nos perteneciera. Ventajas del imperio, casi todo lo propio es en principio, ajeno.
El sillón de mimbre invitaba a hundirse en él, toda la casa era de un buen gusto austero, casi luminoso. Desde el amplio ventanal podía ver la playa gris, la finísima llovizna que caía sobre el mar agitado, confundido con el cielo en sus tonos apagados, de humo. Eleanor se movía con cuidado, no porque fuese lenta, se adivinaba en ella un carácter limado como un cuchillito filoso por el trabajo de la piedra. Pensé que era un rasgo de elegancia, de dignidad de espíritu. A su edad, nada será tan imperioso como para correr, ni siquiera el temor, porque el temor también -reflexioné- en esa etapa, tal vez, nos abandona.
Habló de Sweet sea remontándose a la llegada de sus padres, todo aquí tenía algo de tradición sostenida sin fanatismo ni apegos enfermizos, como si fuera la tranquila consecuencia de conocer y valorar lo que se tiene, lo que se es.
También trajimos el tren, no por necesidad, -casi nada salía desde aquí, casi nadie llegaba-.
Tal vez sólo para escucharlo en medio de la noche y saber que algo, que alguien pasa. Aunque sigan de largo.
Unos dientes manchados de amarillo, tal vez demasiado finos, le asomaban a un costado de la boca, una sonrisa inglesa, levísima, amable, pero breve.
¿Crema?, -ofreció-
Unas gotas, dije, y empecé a sentirme a gusto mientras la luz bajaba y la noche iba ganando su lugar en la casa.

dieciséis

Volvimos a encontrarnos a la salida de la despensa. Esta vez, llevaba un vestido floreado de un color pálido que resaltaba su piel curtida por el sol. Me saludó sonriente y traté de ayudarla con la bolsa que cargaba, ya con alguna dificultad.
Al principio, desde luego, se negó, pero pretexté que mi única carga era una planta de lechuga y algunas ciruelas -le mostré mi bolsita alzándola a la altura de sus ojos- y entonces aceptó y caminamos juntas.
Empezaba a oscurecer, me permitió seguirla hasta la entrada de su casa y una vez allí, se ofreció a prepararme un buen té (su madre era inglesa, aseguró) Prometí que lo haríamos otro día, cualquier día de estos, dije, enterándome en ese preciso instante de mi intención de quedarme.

quince

Como la vieja patética en el comedor del tren, hago solitarios, los juego, carta por carta, ordenándolas sobre la mesa sin mantel. Piezas, fragmentos, astillas que se ordenan y quiebran su aparente unidad en un segundo, como si de a ratos me durmiera, suspendiera mi presencia, me abdujera un sopor inevitable. Eso, sopor.
Pienso en los viejos y en ese modo de irse de a ratos, ensayando.
La pasión, el desprecio, la ataraxia: modos de hundirse.

Si hubo soplo, al principio, es que hay ahogo.

sábado, 1 de noviembre de 2008

catorce

Apenas amanecía. El viento ya era más cálido y había perdido intensidad. Bajé despacio por el caminito de arena, arrastrando el peso de las piernas que aún no se habituaban a la irregularidad del suelo. El sol era un círculo incandescente en el cielo sobreiluminado, casi blanco. Caminé un rato, esquivando el agua, su sinuosa línea trazada con espuma sobre la orilla. Cuando el sol empezaba a subir, volví a la bajada inicial y me senté al amparo de unos arbustos, en la base del médano. Allí la vi. Sus delgadas piernas cubiertas hasta la rodilla por el pantalón claro, la camisa a cuadros que el viento embolsaba en la espalda, agregándole una especie de joroba a ese cuerpo viejo pero fibroso, una visera sombreándole la cara mientras tejía una especie de cesta con unos filamentos amarillentos que se abrían como rayos, o como un abanico roto. Dejó a un lado su labor y me saludó con una inclinación de cabeza. Le respondí sorprendida, un poco más tarde, y fijé la vista en el mar, incómoda. Con el rabillo, pude ver que volvía a lo suyo, sin mayor inquietud por mi respuesta.

sábado, 11 de octubre de 2008

trece

Releo y no consigo comprender tus palabras. Creo que no miden su alcance, las veo como un dibujo sobre el papel, independientes de razón, carentes de sentido. ¿Cómo fue que te volviste algo desconocido para mí, cómo llega tu vida, respirando a mi lado, a convertirse en este suceso impredecible?
No tengo futuro ahí donde no estés, no puedo concebir la realidad del pasado si no me lo evoca tu presencia. Estoy, me siento, al borde de un precipicio sin haberme desplazado un sólo paso de la puerta de casa. No me hables así, no me escribas usurpando ese nombre y ese cuerpo. Nada en vos me resulta "familiar", y no puedo y no quiero hablar con una extraña.

doce

Qué rara agitación la de los objetos frente a un sujeto inmóvil.
Desde esta silla donde un cuerpo inanimado se reclina, se divisa un paisaje en permanente actividad. Las pequeñas palmeras se agitan en la terraza, las nubes cambian de color y de forma, se acumulan como grumos oscuros en los ángulos del ventanal -marco de lo visible-, las olas rompen en la mitad del plano, allí donde aún resulta nítido para los ojos que lo observan, hay espuma en los bordes, una especie de cabellera derramada en la orilla, como una vestal que sueña, en un dormir inquieto, interminable. La rotación del sol llenó la casa de una pequeña multitud: bultos de sombra verdosa me acompañan.
He estado así por horas, se me adormecieron los brazos en una posición fija.
Este lugar es el confín de nuestras vidas, ha sido siempre así. Una casa en el límite. Un espacio al que llegábamos cuando la planta del pie percibía un cosquilleo de umbral a cruzar, un borde nuevo. Así era para él. Así fue.
Junto piedras en el caminito que baja hacia la playa.