sábado, 11 de octubre de 2008

trece

Releo y no consigo comprender tus palabras. Creo que no miden su alcance, las veo como un dibujo sobre el papel, independientes de razón, carentes de sentido. ¿Cómo fue que te volviste algo desconocido para mí, cómo llega tu vida, respirando a mi lado, a convertirse en este suceso impredecible?
No tengo futuro ahí donde no estés, no puedo concebir la realidad del pasado si no me lo evoca tu presencia. Estoy, me siento, al borde de un precipicio sin haberme desplazado un sólo paso de la puerta de casa. No me hables así, no me escribas usurpando ese nombre y ese cuerpo. Nada en vos me resulta "familiar", y no puedo y no quiero hablar con una extraña.

doce

Qué rara agitación la de los objetos frente a un sujeto inmóvil.
Desde esta silla donde un cuerpo inanimado se reclina, se divisa un paisaje en permanente actividad. Las pequeñas palmeras se agitan en la terraza, las nubes cambian de color y de forma, se acumulan como grumos oscuros en los ángulos del ventanal -marco de lo visible-, las olas rompen en la mitad del plano, allí donde aún resulta nítido para los ojos que lo observan, hay espuma en los bordes, una especie de cabellera derramada en la orilla, como una vestal que sueña, en un dormir inquieto, interminable. La rotación del sol llenó la casa de una pequeña multitud: bultos de sombra verdosa me acompañan.
He estado así por horas, se me adormecieron los brazos en una posición fija.
Este lugar es el confín de nuestras vidas, ha sido siempre así. Una casa en el límite. Un espacio al que llegábamos cuando la planta del pie percibía un cosquilleo de umbral a cruzar, un borde nuevo. Así era para él. Así fue.
Junto piedras en el caminito que baja hacia la playa.

sábado, 4 de octubre de 2008

once

Desde el andén, cargando un bolso demasiado pesado, caminó por las calles de tierra. Sus pasos hacían crujir los pastos secos que bordeaban el camino angosto, a esa hora desierto. El sol se hacía sentir, y se ocultaba, intermitente.
Después de un tramo, el terreno declinaba. Encontró la entrada de la casa casi cubierta por un sauce. Abrió la puertita de madera forzando un poco el pasador herrumbrado, que se quejó rechinando. El jardín parecía un bosque fantasma en miniatura, naturaleza abandonada. Empujó la reja y después la puerta de madera seca, blanqueada por el sol. La casa estaba sumida en la más completa oscuridad.
Dejó el bolso en el piso, y a tientas, descorrió las pesadas cortinas del ventanal. El mar entró en la casa.