sábado, 1 de noviembre de 2008

catorce

Apenas amanecía. El viento ya era más cálido y había perdido intensidad. Bajé despacio por el caminito de arena, arrastrando el peso de las piernas que aún no se habituaban a la irregularidad del suelo. El sol era un círculo incandescente en el cielo sobreiluminado, casi blanco. Caminé un rato, esquivando el agua, su sinuosa línea trazada con espuma sobre la orilla. Cuando el sol empezaba a subir, volví a la bajada inicial y me senté al amparo de unos arbustos, en la base del médano. Allí la vi. Sus delgadas piernas cubiertas hasta la rodilla por el pantalón claro, la camisa a cuadros que el viento embolsaba en la espalda, agregándole una especie de joroba a ese cuerpo viejo pero fibroso, una visera sombreándole la cara mientras tejía una especie de cesta con unos filamentos amarillentos que se abrían como rayos, o como un abanico roto. Dejó a un lado su labor y me saludó con una inclinación de cabeza. Le respondí sorprendida, un poco más tarde, y fijé la vista en el mar, incómoda. Con el rabillo, pude ver que volvía a lo suyo, sin mayor inquietud por mi respuesta.