sábado, 12 de diciembre de 2009

diecisiete

Sweet sea, o suitsi, como lo llaman los habitantes que aquí nacieron, mezcla de gauchos e ingleses adaptados, sólo por estar cerca del mar, rodeados. Suitsi, una isla que bordean el atlántico y la pampa desolada, otra forma de mar.
Eleonora, -dijo-. Elinor, en vida de mis padres, ¿y usted?
Emilia, ahora y siempre. Sonreí. De modo que en sus orígenes, ya estaba el té.
Sí, aunque el té, en sus orígenes, no nos perteneciera. Ventajas del imperio, casi todo lo propio es en principio, ajeno.
El sillón de mimbre invitaba a hundirse en él, toda la casa era de un buen gusto austero, casi luminoso. Desde el amplio ventanal podía ver la playa gris, la finísima llovizna que caía sobre el mar agitado, confundido con el cielo en sus tonos apagados, de humo. Eleanor se movía con cuidado, no porque fuese lenta, se adivinaba en ella un carácter limado como un cuchillito filoso por el trabajo de la piedra. Pensé que era un rasgo de elegancia, de dignidad de espíritu. A su edad, nada será tan imperioso como para correr, ni siquiera el temor, porque el temor también -reflexioné- en esa etapa, tal vez, nos abandona.
Habló de Sweet sea remontándose a la llegada de sus padres, todo aquí tenía algo de tradición sostenida sin fanatismo ni apegos enfermizos, como si fuera la tranquila consecuencia de conocer y valorar lo que se tiene, lo que se es.
También trajimos el tren, no por necesidad, -casi nada salía desde aquí, casi nadie llegaba-.
Tal vez sólo para escucharlo en medio de la noche y saber que algo, que alguien pasa. Aunque sigan de largo.
Unos dientes manchados de amarillo, tal vez demasiado finos, le asomaban a un costado de la boca, una sonrisa inglesa, levísima, amable, pero breve.
¿Crema?, -ofreció-
Unas gotas, dije, y empecé a sentirme a gusto mientras la luz bajaba y la noche iba ganando su lugar en la casa.

dieciséis

Volvimos a encontrarnos a la salida de la despensa. Esta vez, llevaba un vestido floreado de un color pálido que resaltaba su piel curtida por el sol. Me saludó sonriente y traté de ayudarla con la bolsa que cargaba, ya con alguna dificultad.
Al principio, desde luego, se negó, pero pretexté que mi única carga era una planta de lechuga y algunas ciruelas -le mostré mi bolsita alzándola a la altura de sus ojos- y entonces aceptó y caminamos juntas.
Empezaba a oscurecer, me permitió seguirla hasta la entrada de su casa y una vez allí, se ofreció a prepararme un buen té (su madre era inglesa, aseguró) Prometí que lo haríamos otro día, cualquier día de estos, dije, enterándome en ese preciso instante de mi intención de quedarme.

quince

Como la vieja patética en el comedor del tren, hago solitarios, los juego, carta por carta, ordenándolas sobre la mesa sin mantel. Piezas, fragmentos, astillas que se ordenan y quiebran su aparente unidad en un segundo, como si de a ratos me durmiera, suspendiera mi presencia, me abdujera un sopor inevitable. Eso, sopor.
Pienso en los viejos y en ese modo de irse de a ratos, ensayando.
La pasión, el desprecio, la ataraxia: modos de hundirse.

Si hubo soplo, al principio, es que hay ahogo.