sábado, 11 de octubre de 2008

doce

Qué rara agitación la de los objetos frente a un sujeto inmóvil.
Desde esta silla donde un cuerpo inanimado se reclina, se divisa un paisaje en permanente actividad. Las pequeñas palmeras se agitan en la terraza, las nubes cambian de color y de forma, se acumulan como grumos oscuros en los ángulos del ventanal -marco de lo visible-, las olas rompen en la mitad del plano, allí donde aún resulta nítido para los ojos que lo observan, hay espuma en los bordes, una especie de cabellera derramada en la orilla, como una vestal que sueña, en un dormir inquieto, interminable. La rotación del sol llenó la casa de una pequeña multitud: bultos de sombra verdosa me acompañan.
He estado así por horas, se me adormecieron los brazos en una posición fija.
Este lugar es el confín de nuestras vidas, ha sido siempre así. Una casa en el límite. Un espacio al que llegábamos cuando la planta del pie percibía un cosquilleo de umbral a cruzar, un borde nuevo. Así era para él. Así fue.
Junto piedras en el caminito que baja hacia la playa.

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